miércoles, 13 de enero de 2016

Homo Terapeuticus (Fragmento I, Pinceladas historia estas páginas)


En esa etapa de revisión la etiqueta “masculinidad” era un pensamiento recurrente,   un espacio  que me permitía aglutinar toda una serie de experiencias indiferenciadas y confusas que me habían hecho sufrir. Poco a poco pude empezar a introducir distinciones,  entender que determinados contextos y determinadas dinámicas generaban determinadas consecuencias. A medida que afinaba la mirada la etiqueta “masculinidad” se iba revelando como eso, como una etiqueta, una manera de referirme a cuestiones muy diversas difíciles de resumir en concepto alguno.

Me gusta cultivar una actitud interior parecida a la descrita por el escritor D.H Lawrence, para quien el proceso creativo consistía en un “ no soy yo, no soy yo, es el viento, es el viento que sopla en mí”.  Cuando escribo dejando que el viento sople en mí se van atando cabos aquí y allá, a su ritmo.  Trato que palabras y argumentos sean un eco de la vida, que no me encierren en mis pensamientos, que no te encierren en tus pensamientos, que en momentos puntuales esas palabras y esos argumentos puedan ayudarme, puedan ayudarte.

El contenido de estas páginas es el resultado de movimientos diversos que se han ido sucediendo y entrelazando en el tiempo. El movimiento inicial fue comprenderme a través de la masculinidad. Este movimiento desencadeno un segundo movimiento, descomponer el discurso sobre la masculinidad en partes, ver con qué piezas estaba construido. A partir de aquí se fue desencadenando un tercer movimiento, un espacio muy amplio entre dos extremos, entre el extremo de el tema de la masculinidad no tiene importancia alguna y el extremo de la masculinidad tiene muchísima importancia y la tiene de un modo muy particular y concreto.

Hay quien asegura que uno en realidad siempre escribe el mismo libro. Después de tres libros me atrevo a afirmar que en cierta medida es así, al menos en mi caso. Puede decirse que siempre acabo por escribir algo muy analítico que en realidad es un poema disfrazado. Dejo que los  argumentos se vayan puliendo, habilito un espacio y un tiempo para que se vaya desarrollando la antigua tarea  humana de establecer distinciones por un lado y soldarlas con asociaciones nuevas por el otro lado. Lo hago porque me gusta, me divierte, me ofrece cierta seguridad.

También lo hago porque a base de pulir y pulir, separar y separar, unir y unir, se me va haciendo cada vez más patente que toda maniobra intelectual alberga cierto grado de inconsistencia, de incapacidad para abrazar la magnitud de la vida. Más tarde o más temprano, llegará algún  momento que todo lo que antes era claridad, sentido y utilidad se revela un barco incapaz de navegar por el ancho mar (y aquí llega el poema). Esta alternancia de momentos me resulta estimulante.

Cuando me puse manos a la obra de inmediato me quedó patente que esta libro llevaba años cociéndose a fuego lento, de manera velada. No me atrevo a situar una fecha concreta en el calendario, pero a toro pasado no tengo dudas sobre una serie de acontecimientos que poco a poco habían ido preparando la redacción de estas páginas.


.Mi padre. En una época de apuros económicos trabajé en el negocio familiar durante las temporadas de verano. Allí me reencontré con mi padre, con quien siempre había mantenido poco trato y distante. La convivencia diaria acabó siendo un regalo.

En el trabajo mi padre a menudo recibía visitas de amigos, se sentaban en cualquier parte, con sus gorras y sus camisas medio desabrochadas, y hablaban de sus cosas, el campo, política, de cuando eran jóvenes, algunas confesiones íntimas. Todavía recuerdo el tono jocoso de sus rostros, la vitalidad de sus gestos y miradas, el ritmo y la gracia socarrona de sus palabras, una especie de escenas del cine neorrealista italiano en versión payesía mallorquina. Fue como si toda la alegría que mi padre no había compartido conmigo me llegara ahora en otro formato, fue algo muy lento, como el agua fina que va nutriendo la tierra de manera imperceptible.

Un día empecé a observar que al llegar por las mañanas, cuando nuestras miradas se cruzaban, sus labios esbozaban una sonrisa. En otras ocasiones, cuando la carga de trabajo era desbordante de repente aparecía y me daba una mano. Recuerdo que a veces, cuando no había nadie a la vista, me fijaba en su manera de andar y la imitaba. ¡ Cuánta fuerza en un  hombre que por aquel entonces tenía sesenta  años!. Aquel hombre es mi padre y en mi hay algo de él, eso fue lo que poco a poco comencé a calar.

También le acompañé en partes de su vida que disfruta mucho. No hablábamos de Freud precisamente, simplemente pasábamos el tiempo uno cerca del otro: cazamos juntos, podamos y quemamos leña de sus árboles frutales, cogimos almendras, me dejó labrar parte del huerto con el tractor ( cosa que jamás había permitido). En estos espacios compartidos a menudo me saltaban las lágrimas y el orgullo de ser y saberme  hijo suyo.


El grupo de hombres inicial. En el stage de verano del segundo año de formación en terapia gestalt nos separaron en dos grupos:  hombres y mujeres. A los hombres nos llevaron a otra sala…  En aquella sala vivimos el espejismo de la extrañeza y el miedo, un espejismo que poco a poco se fue trasformando en un clima de complicidad, respeto y bienestar que quedó grabado en mí.

Durante el último año de formación  la tutora del grupo, Rosalia Moragas ( gràcies Rosalia), verbalizó una imagen que le había venido durante un ejercicio del taller de ese fin de semana: “ imagino a los hombres de este grupo reunidos en un bar mirando el fútbol o haciendo cualquier cosa, no sé por qué, pero os he imaginado juntos haciendo algo”.

 Al escuchar aquellas palabras los hombres nos miramos durante un instante fugaz y durante aquel instante fue como si el tiempo hubiera quedado congelado. Unos meses después montamos la primera reunión de hombres del grupo de gestalt, un encuentro mensual ( grupo cerrado ) que fuimos repitiendo durante cuatro años.

Durante los primeros encuentros simplemente quedábamos para cenar en casa de Xisco y después de unos vasos de vino al fin se rompía el hielo y de manera improvisada se creaba un espacio libre para hablar desde lo más profundo. Eran encuentros totalmente informales, sin ninguna estructura ni finalidad clara. Pese a todo algo me decía que para mi aquello era algo tremendamente valioso.

Con la perspectiva del tiempo puedo decir  que aquello que me hacía tanto bien era poder entrar en matices de la experiencia a los que no estaba acostumbrado: no estaba acostumbrado a sentir la sintonía de género en cuestiones afectivas, no estaba acostumbrado a construir mi afectividad con la compañía y el apoyo de otros hombres, no estaba acostumbrado a sentir la protección y el cariño de otros hombres sin que ello me despertara el fantasma de la homosexualidad.

De aquellas primeras reuniones alocadas donde además de beber vino  asábamos carne en la chimenea y fumábamos hierba guardo unos recuerdos muy gratos. Tenía la impresión que allí se habían desencadenado procesos que todavía no tenían forma y, por lo tanto, difíciles de nombrar. Cuando ya había empezado a escribir la tesina los hombres del grupo compartimos recuerdos de aquellos momentos iniciales y decidí grabar mi testimonio para ver que salía. Textualmente, mis palabras fueron las siguientes:


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