En esa etapa de revisión la
etiqueta “masculinidad” era un pensamiento recurrente, un espacio
que me permitía aglutinar toda una serie de experiencias indiferenciadas
y confusas que me habían hecho sufrir. Poco a poco pude empezar a introducir
distinciones, entender que determinados
contextos y determinadas dinámicas generaban determinadas consecuencias. A
medida que afinaba la mirada la etiqueta “masculinidad” se iba revelando como
eso, como una etiqueta, una manera de referirme a cuestiones muy diversas
difíciles de resumir en concepto alguno.
Me gusta cultivar una actitud
interior parecida a la descrita por el escritor D.H Lawrence, para quien el
proceso creativo consistía en un “ no soy yo, no soy yo, es el viento, es el
viento que sopla en mí”. Cuando escribo
dejando que el viento sople en mí se van atando cabos aquí y allá, a su
ritmo. Trato que palabras y argumentos
sean un eco de la vida, que no me encierren en mis pensamientos, que no te
encierren en tus pensamientos, que en momentos puntuales esas palabras y esos
argumentos puedan ayudarme, puedan ayudarte.
El contenido de estas páginas es
el resultado de movimientos diversos que se han ido sucediendo y entrelazando en
el tiempo. El movimiento inicial fue comprenderme a través de la masculinidad.
Este movimiento desencadeno un segundo movimiento, descomponer el discurso
sobre la masculinidad en partes, ver con qué piezas estaba construido. A partir
de aquí se fue desencadenando un tercer movimiento, un espacio muy amplio entre
dos extremos, entre el extremo de el tema de la masculinidad no tiene
importancia alguna y el extremo de la masculinidad tiene muchísima importancia
y la tiene de un modo muy particular y concreto.
Hay quien asegura que uno en
realidad siempre escribe el mismo libro. Después de tres libros me atrevo a
afirmar que en cierta medida es así, al menos en mi caso. Puede decirse que
siempre acabo por escribir algo muy analítico que en realidad es un poema
disfrazado. Dejo que los argumentos se
vayan puliendo, habilito un espacio y un tiempo para que se vaya desarrollando
la antigua tarea humana de establecer
distinciones por un lado y soldarlas con asociaciones nuevas por el otro lado.
Lo hago porque me gusta, me divierte, me ofrece cierta seguridad.
También lo hago porque a base de
pulir y pulir, separar y separar, unir y unir, se me va haciendo cada vez más
patente que toda maniobra intelectual alberga cierto grado de inconsistencia,
de incapacidad para abrazar la magnitud de la vida. Más tarde o más temprano,
llegará algún momento que todo lo que
antes era claridad, sentido y utilidad se revela un barco incapaz de navegar
por el ancho mar (y aquí llega el poema). Esta alternancia de momentos me resulta
estimulante.
Cuando me puse manos a la obra
de inmediato me quedó patente que esta libro llevaba años cociéndose a fuego
lento, de manera velada. No me atrevo a situar una fecha concreta en el
calendario, pero a toro pasado no tengo dudas sobre una serie de
acontecimientos que poco a poco habían ido preparando la redacción de estas
páginas.
.Mi padre. En una época de apuros económicos trabajé en el negocio familiar
durante las temporadas de verano. Allí me reencontré con mi padre, con quien
siempre había mantenido poco trato y distante. La convivencia diaria acabó
siendo un regalo.
En el trabajo mi padre a menudo
recibía visitas de amigos, se sentaban en cualquier parte, con sus gorras y sus
camisas medio desabrochadas, y hablaban de sus cosas, el campo, política, de
cuando eran jóvenes, algunas confesiones íntimas. Todavía recuerdo el tono
jocoso de sus rostros, la vitalidad de sus gestos y miradas, el ritmo y la
gracia socarrona de sus palabras, una especie de escenas del cine neorrealista
italiano en versión payesía mallorquina. Fue como si toda la alegría que mi
padre no había compartido conmigo me llegara ahora en otro formato, fue algo
muy lento, como el agua fina que va nutriendo la tierra de manera
imperceptible.
Un día empecé a observar que al
llegar por las mañanas, cuando nuestras miradas se cruzaban, sus labios
esbozaban una sonrisa. En otras ocasiones, cuando la carga de trabajo era
desbordante de repente aparecía y me daba una mano. Recuerdo que a veces,
cuando no había nadie a la vista, me fijaba en su manera de andar y la imitaba.
¡ Cuánta fuerza en un hombre que por
aquel entonces tenía sesenta años!.
Aquel hombre es mi padre y en mi hay algo de él, eso fue lo que poco a poco
comencé a calar.
También le acompañé en partes de
su vida que disfruta mucho. No hablábamos de Freud precisamente, simplemente
pasábamos el tiempo uno cerca del otro: cazamos juntos, podamos y quemamos leña
de sus árboles frutales, cogimos almendras, me dejó labrar parte del huerto con
el tractor ( cosa que jamás había permitido). En estos espacios compartidos a
menudo me saltaban las lágrimas y el orgullo de ser y saberme hijo suyo.
El grupo de hombres inicial. En el stage de verano del segundo año
de formación en terapia gestalt nos separaron en dos grupos: hombres y mujeres. A los hombres nos llevaron
a otra sala… En aquella sala vivimos el
espejismo de la extrañeza y el miedo, un espejismo que poco a poco se fue
trasformando en un clima de complicidad, respeto y bienestar que quedó grabado
en mí.
Durante el último año de
formación la tutora del grupo, Rosalia
Moragas ( gràcies Rosalia), verbalizó una imagen que le había venido durante un
ejercicio del taller de ese fin de semana: “ imagino a los hombres de este grupo
reunidos en un bar mirando el fútbol o haciendo cualquier cosa, no sé por qué,
pero os he imaginado juntos haciendo algo”.
Al escuchar aquellas palabras los hombres nos
miramos durante un instante fugaz y durante aquel instante fue como si el
tiempo hubiera quedado congelado. Unos meses después montamos la primera
reunión de hombres del grupo de gestalt, un encuentro mensual ( grupo cerrado )
que fuimos repitiendo durante cuatro años.
Durante los primeros encuentros
simplemente quedábamos para cenar en casa de Xisco y después de unos vasos de
vino al fin se rompía el hielo y de manera improvisada se creaba un espacio
libre para hablar desde lo más profundo. Eran encuentros totalmente informales,
sin ninguna estructura ni finalidad clara. Pese a todo algo me decía que para
mi aquello era algo tremendamente valioso.
Con la
perspectiva del tiempo puedo decir que
aquello que me hacía tanto bien era poder entrar en matices de la experiencia a
los que no estaba acostumbrado: no estaba acostumbrado a sentir la sintonía de
género en cuestiones afectivas, no estaba acostumbrado a construir mi
afectividad con la compañía y el apoyo de otros hombres, no estaba acostumbrado
a sentir la protección y el cariño de otros hombres sin que ello me despertara
el fantasma de la homosexualidad.
De aquellas
primeras reuniones alocadas donde además de beber vino asábamos carne en la chimenea y fumábamos
hierba guardo unos recuerdos muy gratos. Tenía la impresión que allí se habían
desencadenado procesos que todavía no tenían forma y, por lo tanto, difíciles de
nombrar. Cuando ya había empezado a escribir la tesina los hombres del grupo
compartimos recuerdos de aquellos momentos iniciales y decidí grabar mi
testimonio para ver que salía. Textualmente, mis palabras fueron las
siguientes: